Camino

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jueves, 15 de septiembre de 2011

"Dificultades para orar": Pere Borràs, sj

2. ¿Qué actitudes debemos cultivar para poder orar?
Las dificultades de fondo para orar no vienen fundamentalmente
de la falta de método o de lo ruidosa que puede resultar la ciudad,
aunque estas realidades son importantes, sino más bien de no
colocarnos con confianza en las manos del Padre, de un cristianismo
vivido a "mínimos" por un pobre deseo de seguir a Jesús y al Evangelio.
El estar abiertos al mundo y a sus problemas, el reconocer la
presencia de Dios en nuestra vida son a la vez fruto de la oración y
actitudes previas que nos deben acompañar cuando queremos orar.
El acto de orar supone el cultivo de unas actitudes evangélicas que
son comunes a la oración y a la acción y forman el telón de fondo de la
vida orante. Veamos algunas:
2.1. Aceptar la vida
Para orar conviene aceptar la vida con sus limitaciones y sus
posibilidades, con sus luces y sus sombras. Aceptar la vida quiere decir
asumir aquello que no podemos cambiar de nosotros mismos: edad,
temperamento, estado de vida, salud y un sin fin de limitaciones que nos
constituyen haciendo que seamos nosotros mismos. A la vez supone
conocer nuestras potencialidades, valores y talentos que en definitiva son
un don recibido para ponerlo al servicio de los demás, es decir de Dios.
Se trata, pues, de aceptar nuestra vida para construir el Reino de
Dios y ser construidos por él. Vernos tal como somos, sin artificialidad ni
apariencias, en definitiva aceptarnos y querernos. En la vida hay etapas
en que predominan las grandes decisiones (estado de vida, pareja, tipo
de trabajo) otras en las que conviene asumir con fe y humor las
decisiones tomadas. Pero hay que vivir desde la perspectiva de que yo
no soy el centro porque el centro de mi vida es Dios y tomar conciencia
de que para Él, el centro soy yo y esto es un gran don.
2.2. Reconocer la Presencia
Cuando reconozco que yo no soy el centro sino que lo soy para Otro;
empiezo a experimentar una presencia que me invade en la medida en que
me abro a ella. En esta apertura la oración aparece como un estado de
receptividad. Orar es, pues, introducirse en una Vida que es relación,
acogida, receptividad y amor entre Padre e Hijo e irse poniendo junto a un
Hijo que me hace ser hermano de los demás. Así descubrimos un Espíritu
nuevo que nos invita a reconocer que Dios es don y yo soy don. Él regala
siempre su don es decir se da a sí mismo. Es como un vaso de agua que
está inclinado dándose, dándonos de su agua. De este modo, orar es
ponerse de cara al Señor y recibir su regalo que es Él mismo. Y casi sin
darnos cuenta vamos ganando en libertad y en autonomía. Vamos
siendo más personas y nos disponemos a ayudar a otros a ser
personas, a ser hijos y a ser hermanos.
2.3. Ir tomando decisiones
Querer orar supone ir tomando decisiones en nuestra vida y no
vivir de rutinas en cualquier ámbito de nuestra existencia. La rutina es
enemiga de la vida espiritual porque nos encierra en nosotros mismos y
nos impide vivir de la creatividad que supone la apertura al Otro. La
toma de decisiones sobre nuestra vida, en la línea del Reino de Dios,
nos acerca a la relación y a la presencia. Es conveniente seguir
haciéndose preguntas e irlas respondiendo y así se va configurando
nuestra vida cristiana: ¿Cómo puedo mejorar mi relación con los que me
rodean? ¿Qué tengo que cambiar o potenciar en mi trabajo apostólico? ¿Qué
tendría que hacer para tener más sensibilidad hacia los pobres y los que más
sufren? ¿Qué me está queriendo decir el Señor en esta nueva situación?
¿Es suficiente el tiempo o el modo de orar en esta época de mi vida?
2.4. Hacer "adiciones"
San Ignacio dice que para orar hay que hacer "adiciones", es decir
fomentar actos y actitudes que nos predispongan que sumen, que
ayuden pedagógicamente a lograr aquello que deseamos. Hay, por lo
tanto situaciones, que actúan como adiciones, es decir, que ayudan y
que suman, y otras que no ayudan, que restan. Voy a enumerar algunas:
— Hacer práctica de poner la propia vida en las manos de Dios y no
en las nuestras. Esto supone alimentar interiormente el deseo de
moverse por pequeñas utopías y practicar la esperanza.
— Ejercitar la misericordia con las personas que hay a nuestro
alrededor. Estas u otras prácticas se deben encarnar en
pequeños gestos que muestren su veracidad.
En la vida ordinaria hay situaciones que nos pueden ayudar o
estorbar para llevar una vida de oración. Así, por ejemplo:
— Alimentar pensamientos de bondad o entrar en la dinámica del
ataque o defensa.
— Acostumbrarse a emplear palabras amables o dejarse llevar por
la brusquedad.
— Generar gestos solidarios o entrar en la dinámica del
individualismo.
— Emplear silencios acogedores o esperar que el otro termine de
hablar para soltarle mi "rollo".
— Acoger agradecidamente el amor de los demás o rechazarlo. O
aceptar mi situación de don o creerme que todo lo puedo a través
de mi esfuerzo.
— Practicar la soledad buscando allí una presencia gratuita o
encerrándome en mi mismo sin dejar brechas de gratuidad.
A veces nos preguntamos cómo tal persona que sabemos que
hace oración de una forma asidua es incapaz de comprender a los
demás, de trabajar en equipo y que va "a la suya". La respuesta no es
sencilla y la conciencia de cada uno es un misterio. Pero en general y
sobretodo para aplicárnoslo a nosotros mismos, hay que decir que hay
unos prejuicios que invaden la vida y que deben ser examinados a
menudo. La oración pide abnegación, relativizar mis sentimientos
especialmente sobre aquellas personas o situaciones ante las cuales me
siento especialmente crítico.
Por ello no podemos ser ingenuos porque si nos instalamos en la
superficialidad, en la rutina, en el activismo y en la competitividad, no
podemos orar. Pero sí podremos si somos auto-críticos, si sabemos
recoger aquello que los demás dicen de nosotros mismos, si nos
sentimos animados a trabajar por los demás y a humanizar su vida,
aunque experimentemos en nosotros la debilidad, la rutina o la desgana.

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