Camino

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lunes, 31 de octubre de 2011

Orar con el cuerpo y recibir el cuerpo(I) -Mariola López Villanueva-

El cuerpo es nuestro compañero más cercano e íntimo, nacemos envueltos en él y sólo al emprender el viaje definitivo, el viaje de todos, nos desprenderemos de él. Cada experiencia de nuestra vida quedará grabada en su memoria, las que queremos revivir por el goce profundo que nos produjeron y aquellas que quisiéramos no volver a evocar y que, aun sanadas, él tendrá guardadas en su caja de resonancia. Llevamos todo con nosotros. Si en otros tiempos había que desentenderse del cuerpo para orar, afortunadamente ahora constatamos la necesidad y la urgencia de contar con él. El alma ya no “lucha con el cuerpo” sino que éste se convierte en su mejor fruto, en el amigo primero y principal de nuestra alma.

Este es mi cuerpo ” (Mc 14, 22), dirá Jesús, “ tomadlo ”. Necesitamos ahondar en esta realidad. Podía haber dicho “esta es mi vida, esta es mi historia, yo mismo”…pero dice: “este es mi cuerpo” y contenido en él su manera de estar en la vida y de situarse en ella, sus modos de mirar, de tocar, de estar presente. ¿Cómo vivió Jesús en su corporalidad la relación con Dios y con los otros y cómo somos invitados a vivirla nosotros?

En este ensalzamiento actual del cuerpo a todos los niveles necesitamos encontrar la “justa cercanía para relacionarnos con él, ni por exceso (la atención desmedida al cuerpo), ni por defecto (no escuchar sus necesidades) podremos establecer un vínculo sano con el propio cuerpo. Nuestras maneras de relacionarnos están configuradas por él. No hay experiencia de amor, y por eso no hay experiencia de Dios y de los otros, que no ocurra en nuestro cuerpo.

Mi madre dejó de ir a la eucaristía porque los bancos de la Iglesia del pueblo se le clavaban en la espalda y no aguantaba todo el tiempo así. Ahora que está en un momento de fragilidad física y necesita ayuda de otros, recuerdo frente a ella este texto de san Pablo: “aunque nuestra condición física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día ” (2 Cor 4, 16). Y ante ella siento que es un misterio cómo va creciendo este “ser interior” porque toda la persona es ahora su cuerpo, un cuerpo muy vulnerable, y las funciones fisiológicas más básicas se imponen y ocupan un lugar principal. Una hermana de Colombia me escribía contándome: “ estoy un poco distante de todo lo espiritual cuando tengo algo que me duele…”

No podemos orar al margen de nuestro cuerpo: de nuestra salud, de nuestro psiquismo, de nuestros cansancios, de nuestros afectos, de nuestra piel. En la antropología bíblica el cuerpo y el espíritu están íntimamente asociados, son uno. Todo lo que somos está contenido en él: ofrecernos, alabar, ser perdonados, agradecer, danzar, suplicar, interceder…Toda apertura a la Trascendencia ocurre en los límites de nuestra corporalidad, ahí nos recibimos y nos entregamos.

Muchos son los registros posibles en un tema tan rico en matices, por eso intentaré transitar, al amparo del Evangelio, aquellos que me son más cercanos. Antes quisiera recordar algo que considero previo a cualquier reflexión que podamos hacer:

“La mayoría de los cuerpos de nuestro mundo no son cuerpos occidentales bien alimentados, con acceso a agua limpia, alimento, cuidados sanitarios y una vivienda digna, y cuyas inquietudes principales son alcanzar el bienestar psicológico, sexual y espiritual. Son cuerpos pobres, abandonados y enfermos que gritan pidiendo justicia a un mundo ensordecido por el poder, el militarismo y la riqueza.” [1]

1.- Regresar a la propia casa

Al acercarnos a las tradiciones orientales llama la atención la importancia que conceden al cuerpo. Es con el cuerpo que todas las cosas comienzan y la meditación es un arte que enseña el uso de los pulmones, el abdomen, la espina dorsal, los ojos…“ El cuerpo es lo primero, Dios viene al final” (W. Johnston).

En las grandes ciudades ha crecido la oferta de centros de salud integral relacionados con el cuidado del cuerpo que adoptan prácticas de Oriente. Se han globalizado los hábitos de comportamiento con el propio cuerpo y las imágenes occidentales, más dualistas, se encuentran sometidas a distintas influencias: las prácticas del yoga, el Tai- Qi (“energía fundamental”), el Qi -Gong (“trabajo sobre la energía”), las artes marciales japonesas y las prácticas confucionistas del cultivo de sí mismo, entre otras. Es un aporte valioso y hay que dar la bienvenida a toda apertura y enriquecimiento en este campo que tenga en cuenta al cuerpo. Necesitamos recuperarlo, no tanto en su exterioridad sino contemplado desde dentro. El riesgo que puede darse en nuestros contextos es privar a estas prácticas del transfondo espiritual en el que surgen y reducirlas a simples técnicas para el tratamiento del cuerpo.

Sin estar presentes al propio cuerpo tampoco podremos estarlo al de los demás. Para acceder a esta consciencia del cuerpo que somos necesitamos abrir la primera puerta, la principal, la que da acceso a todo el resto de la casa: el contacto con nuestra respiración.

A través de esta conexión con lo más elemental de la existencia, accedemos al mismo tiempo a las mayores profundidades de la experiencia interior…Tenemos la sensación, cuando estamos atentos al flujo y reflujo del aire en nosotros que experimentamos una extraña plenitud…reencontramos el contacto perdido con el cuerpo y con su ritmo sanador (…) Es también el camino de vuelta a casa [2]”.

Las diversas escuelas de meditación y oración conectan con este ritmo básico de la respiración porque en él está contenido el ritmo de la vida: recibir y entregar, anhelar y abandonarse, nacer y morir. No podemos escuchar nuestro ser esencial sin auscultar los latidos del propio cuerpo. El otro día una amiga me decía que yo respiraba demasiado corto y que necesitaba aprender a respirar bien. Siento que es verdad, que según el momento que atravesamos así también es nuestra respiración. En la oración, comenzar por aquí es el principal medio para poder disponernos a otro Aliento. Si vamos abriendo bien esta primera puerta ya sería casi suficiente. Todo el tiempo que podamos emplear ahí es dado por bueno. Aprender a respirar bien ¡tiene tanto que ver con aprender a vivir hondamente! A través del contacto con la respiración nos hacemos presentes a nosotros mismos, a esa Vida en nosotros que nos trasciende, a las presencias que acontecen cada día. Necesitamos regresar a “la-casa-que-no-habitamos” para comenzar a vivir en ella anchamente, recorrer cada una de sus estancias y poder ofrecer su hospitalidad a muchos otros.

Cuando vayas a orar entra en tu habitación” (Mt 6, 6), en el lugar más interior de tu cuerpo, allí donde nos recibimos de una Respiración mayor.

2.- Saborear corporalmente la realidad

Recuerdo una anécdota que me ocurrió con una joven con la que salí a tomar algo a un lugar de tapas. Pedimos una tabla de quesos y cuando me fui a dar cuenta yo ya me había comido mi parte. Ella me miró sorprendida y me dijo: “¡Qué rápido te lo has tomado¡ ”. “ Si-dije yo un poco avergonzada- tenía hambre. “¿Qué queso te ha gustado más?”-me preguntó. “¡Ah!, ¿es que eran diferentes?” Me los había tomado tan deprisa que apenas había podido saborearlos. Fue una llamada de atención y sentí que así iba también por la vida, sin darme el tiempo y el silencio para gustar las relaciones y las cosas.

Padecemos un déficit de atención, podemos oír sin escuchar, mirar sin ver, comer sin saborear…y eso nos hace difícil disfrutar de una vida plena, crear en nosotros un espacio de receptividad. La oración es el lugar donde nuestros sentidos se van serenando, donde se hacen capaces de acceder a la realidad no desde la voracidad sino desde la apertura y la donación. Necesitamos aprender a saborear corporalmente la realidad, a pasar por nuestro cuerpo los matices y registros de la vida, en su gran diversidad, en su disonancia y en su armonía, en toda la gama de sus colores [3]. Recuperar esa sabiduría corporal a la que Jesús invitaba: “dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen (Mt 13, 16)

Una oración que pusiera el Evangelio en contacto con nuestra razón y nuestro discurso, pero que no tocara ni convirtiera nuestros sentidos, no dejaría huella en nuestros cuerpos [4], no tejería encarnación, no se traduciría en nuestro modo de estar presentes y vincularnos y no podría operar transformaciones en la realidad.

San Ignacio proponía en sus meditaciones la aplicación de sentidos [5]. Ejercitar en la oración la vista, el tacto, el oído, el gusto y el olfato que abren los sentidos del corazón. Acceder a Jesús y a las escenas del Evangelio como si presentes nos hallásemos. Es el modo en que nuestra sensibilidad se va haciendo semejante a la de Jesús. “Actuar corporalmente como Jesús para ser interiormente como él. [6]”

Si nuestro cuerpo no recibe la buena noticia no podremos pasarla, aunque empeñemos todos los años de nuestra vida y todos los recursos a nuestro alcance. Si los gustos de Jesús no van siendo los nuestros, nuestro código corporal no podrá incorporarse a su modo de proceder. En ocasiones vemos “cuerpos eclesiales” que en sí mismos ya hablan. Dejan poco lugar para la transparencia, hay demasiada gravedad, uno mismo ocupa demasiado espacio.

Poco a poco, en la medida en que nuestro cuerpo va siendo integrado al amparo del amor sanador y posibilitador de Dios, nos vamos atreviendo a expresar toda la variedad de registros y de colores que hay en nosotros, sin guardar ninguno (¡Y tenemos tantos por despertar!) Desde los más oscuros hasta los más luminosos, todos nos parecerán dignos de existir y amables.

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